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miércoles, septiembre 20, 2006

Adiós

Fuimos al entierro como de costumbre, vestido de calle, sin arreglar, con colores llamativos y frases ambiguas en nuestras camisetas. Íbamos los de siempre, y hablábamos de las cosas de siempre, de esas que siempre se dicen en los entierros. Pero me sorprendí tomándome la muerte de nuestro amigo con total naturalidad, frialdad pensé entonces. Y ellos sentían lo mismo. Supongo que habíamos vivido tantísimo juntos que sólo nos quedaba compartir la muerte, y lo veíamos tan corriente, tan cercano porque sabíamos que tendría que pasar, y desgraciadamente o afortunadamente, él había sido el primero en probarlo. Como siempre, el primero, y no porque hiciera una carrera continua a la meta, sino porque la suerte había querido que fuera el más despierto, el más vivo y atrevido de todos nosotros. Por eso me gustaba seguir sus pasos de vez en cuando, y aunque me cabreara en ocasiones con su forma de actuar, en el fondo sabíamos que nos habíamos elegido nosotros, que no nos había juntado el destino, la providencia, ni siquiera las familias que tanto encaminan a uno, cuando el sujeto aún es un crío. Nosotros elegíamos estar siempre juntos, viajar juntos, emborracharnos tantas veces juntos, en cualquier parte en la que acabáramos o empezáramos, y al día siguiente mirarnos y reirnos, y estar deseando volver a vernos para que volviera surgir la chispa, y se convirtiera en llamas con la que incendiar si se quería, la ciudad.
Ahora no está, estamos los demás, pero él no; quién va ahora a engullir filetes enteros sin mediar palabra, y tragarlos con un poco de zumo, sin más, y luego verlo corriendo cerca del parque, con el afán de bajar todo lo que acababa de tragar. Y los demás no estamos tan mal, no lo pasamos mal, somos alguien sin él; es decir, sabemos que podemos seguir, que tenemos cada uno nuestras vidas, que podemos reirnos y llorar sin él. Pero también podemos dormir sin un brazo.