En la puerta de cualquier sitio
28 septiembre de 2005
Le tocaba vigilar esa mañana. Era el vigilante de la puerta de un hotel, en el centro económico de la ciudad. Unas quinientas personas a pie pasaban por allí todas las mañanas, o quizás más. Él se fijaba en cada una de ellas:
la mujer de rojo, con tacones altos y labios pintados hasta vomitar; el señor que apenas podía caminar, con su periódico de todas las mañanas, sus tonos marrones; la madre con el niño, la madre con prisas, el niño curioso, la madre agobiando al niño curioso mirándose en el cristal reflejando su cara y sus mofletes colorados, su cara de niño paciente y la madre impaciente tirando de su brazo, que parecía alargarse con cada sacudida; el estudiante sabelotodo mirando por encima del hombro con su carpetita bajo el brazo y su altivez descontrolada; el tío que patina pero que no puede más, intentando ser un deportista de élite, por eso se instala unas rodilleras, coderas, casco, cara de velocidad y patines relucientes jamás usados (también se nota en su estabilidad inexistente), pero que hace de una actividad poco usual un atractivo ante la sociedad; la niña guapa que sabe que la están mirando, pero no sabe que alguien puede mirarla de otra forma, como una más, una insensata más que camina sin fijarse ni por asomo al vigilante que mira a toda esta gente compadeciéndose de que se estén perdiendo algo tan espectacular como un hombre gordo, feo, pero simpático, mirando a todos estos seres que no valen mucho más que él, y que ni siquiera tienen la consideración de dedicarle una mísera mirada, por todas las que él echa cada día, cada minuto, a cada paso que todos dan y que pasan a su lado como si entre ellos y la puerta del maldito hotel que tiene que vigilar cada mañana, sólo hubiera aire.
la mujer de rojo, con tacones altos y labios pintados hasta vomitar; el señor que apenas podía caminar, con su periódico de todas las mañanas, sus tonos marrones; la madre con el niño, la madre con prisas, el niño curioso, la madre agobiando al niño curioso mirándose en el cristal reflejando su cara y sus mofletes colorados, su cara de niño paciente y la madre impaciente tirando de su brazo, que parecía alargarse con cada sacudida; el estudiante sabelotodo mirando por encima del hombro con su carpetita bajo el brazo y su altivez descontrolada; el tío que patina pero que no puede más, intentando ser un deportista de élite, por eso se instala unas rodilleras, coderas, casco, cara de velocidad y patines relucientes jamás usados (también se nota en su estabilidad inexistente), pero que hace de una actividad poco usual un atractivo ante la sociedad; la niña guapa que sabe que la están mirando, pero no sabe que alguien puede mirarla de otra forma, como una más, una insensata más que camina sin fijarse ni por asomo al vigilante que mira a toda esta gente compadeciéndose de que se estén perdiendo algo tan espectacular como un hombre gordo, feo, pero simpático, mirando a todos estos seres que no valen mucho más que él, y que ni siquiera tienen la consideración de dedicarle una mísera mirada, por todas las que él echa cada día, cada minuto, a cada paso que todos dan y que pasan a su lado como si entre ellos y la puerta del maldito hotel que tiene que vigilar cada mañana, sólo hubiera aire.

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