Astronauta
La televisión mostraba cómo ardían cientos de coches en el sur, mientras un accidente acababa con la vida de siete niños, y se discutía en el parlamento acerca de la nueva ley sobre la mujer. El mundo vivía su enésima navidad llena de pobreza y esa alegría tan tonta que contagia las faces congeladas de tanta masa informe nadando en la marea rebosante, magia y fantasía vertiginosa y agnóstica. Luces de colores y canciones y tráfico y dolores de cabeza y otras cefaleas.
En la más absoluta oscuridad, la falta de todo, su escafandra y miles de diminutos y otros tantos de gruesos cables que unían la terminal espacial con la nave que había llegado hacía unos meses. Unos problemas que resolver en el nexo, en el punto de unión entre los dos aparatos interespaciales, llevaba a Tiago a pasar unas horas en el exterior, sujeto por un cable de acero y otro cierre de seguridad que lo mantenía cerca de las paredes del transbordador, para no perderse en la más completa desolación de verse viajando en la nada. Absorto en la idea de fallar, se concentraba y aislaba del resto del universo al que ahora podía palpar tan fácilmente, tan moviendo la mano derecha y estrechando el infinito.
La santa mujer buscaba regalos caros para su santo hijo que se lo merecía todo, y en el camino chocaba, como dos estrellas que colisionan y hacen de la galaxia un lugar lleno de polvo de estrellas, con un joven guapo y repeinado, y discutían sobre la posibilidad de haber encontrado otro camino, imposible de hallar entre tantos paseantes distraídos y el joven con la única obsesión de encontrar el dichoso deuvedé que su trágica novia vestida de rosa deseaba con fervor enfermizo. A dos escasos metros de ellos, un conductor de un Mercedes Benz hace sonar su claxon repetidas veces, de modo tan insistente que el señor cincuentón, con bigote y períodico bajo el brazo, clásica imagen con corbata azul, bastante fea, mira con gesto agresivo mientras absorve de su cigarro de forma que la ceniza llega al mostacho para ubicarse allí toda la dichosa mañana; suena un villancico en los altavoces del centro comercial.
En la más absoluta oscuridad, la falta de todo, su escafandra y miles de diminutos y otros tantos de gruesos cables que unían la terminal espacial con la nave que había llegado hacía unos meses. Unos problemas que resolver en el nexo, en el punto de unión entre los dos aparatos interespaciales, llevaba a Tiago a pasar unas horas en el exterior, sujeto por un cable de acero y otro cierre de seguridad que lo mantenía cerca de las paredes del transbordador, para no perderse en la más completa desolación de verse viajando en la nada. Absorto en la idea de fallar, se concentraba y aislaba del resto del universo al que ahora podía palpar tan fácilmente, tan moviendo la mano derecha y estrechando el infinito.
La santa mujer buscaba regalos caros para su santo hijo que se lo merecía todo, y en el camino chocaba, como dos estrellas que colisionan y hacen de la galaxia un lugar lleno de polvo de estrellas, con un joven guapo y repeinado, y discutían sobre la posibilidad de haber encontrado otro camino, imposible de hallar entre tantos paseantes distraídos y el joven con la única obsesión de encontrar el dichoso deuvedé que su trágica novia vestida de rosa deseaba con fervor enfermizo. A dos escasos metros de ellos, un conductor de un Mercedes Benz hace sonar su claxon repetidas veces, de modo tan insistente que el señor cincuentón, con bigote y períodico bajo el brazo, clásica imagen con corbata azul, bastante fea, mira con gesto agresivo mientras absorve de su cigarro de forma que la ceniza llega al mostacho para ubicarse allí toda la dichosa mañana; suena un villancico en los altavoces del centro comercial.
Donde no existe el dolor, donde sólo existe el olvido, las estrellas bailando y una mirada vacía a la esfera que se le antojaba plateada entonando su mirada a través del cristal empañado. El tiempo estaba pasando de dos formas distintas: como escudos que hacían que estuviera más cerca de la salvación física y mental, y como lanza que hería a los sentimientos hasta hacerlos desaparecer, avergonzándose de haber sido derrotados. La distancia además lo sumergía en un estado de embriaguez, diciéndose que todo eso para qué si luego allá tan lejos había tan poco que perder. Quiso quedarse para siempre, aunque volvió a casa.

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