Árboles frutales
Qué tiene de malo tener un amor plano. Sin altibajos, querer y nada más, sólo querer y amar. Nada de deseos carnales desaforados ni romanticismo en estado puro y aterradoramente profundo y sincero. Ni amantes a las que idealizar tanto hasta el punto de tener que abandonar tu tierra, tus hijos, tus bienes y tu vida. Un amor de:
ir con un paragüas por el pueblo en tarde de domingo, a la hora en la que los niños ya están en casa porque al día siguien cole, agarraditos de la mano, comiendo una enorme bolsa transparente de chucherías compradas en el quiosco de la plaza de la iglesa del campanario del reloj de las cigüeñas del nido de los huevos mojados por la lluvia de anoche. De mirarse el otro al uno y dedicarse su más idiota sonrisa, como los siete siglos antes, cuando empezaron a salir en el instituto, mientras sus amigos jugaban al fútbol el partido más emocionante de sus vidas, y ellos se escondían bajo el techito gris y naranja para contarse secretos tan íntimos como que el martes que viene tengo que ir al dentista, ¿y eso?, nada, a sacarme una muela, ¿tienes miedo?, no, te tengo a ti, calla, que me pongo colorada, mejor, estás más guapa, te quiero.
Qué tiene de malo, entonces, nacer, vivir y morir con Cristina, sin Julias, Rocíos, Patricias ni Inmaculadas. Es la misma ilusión que la del salvaje feliz, la del que por la ignorancia no conoce el sufrimiento. La del que tiene el corazón cerrado con llaves desde que alguien llegó, impidiendo el acceso y la salida, impidiendo que corra el aire más que por un recodo. La alegría insatisfecha, la del saciado con aire, la del borrego de su creencia. Porque ojos hay miles a los que mirar.
Tú no conoces el amor. Ni tú... ni tú... ni tú... ni tú...
ir con un paragüas por el pueblo en tarde de domingo, a la hora en la que los niños ya están en casa porque al día siguien cole, agarraditos de la mano, comiendo una enorme bolsa transparente de chucherías compradas en el quiosco de la plaza de la iglesa del campanario del reloj de las cigüeñas del nido de los huevos mojados por la lluvia de anoche. De mirarse el otro al uno y dedicarse su más idiota sonrisa, como los siete siglos antes, cuando empezaron a salir en el instituto, mientras sus amigos jugaban al fútbol el partido más emocionante de sus vidas, y ellos se escondían bajo el techito gris y naranja para contarse secretos tan íntimos como que el martes que viene tengo que ir al dentista, ¿y eso?, nada, a sacarme una muela, ¿tienes miedo?, no, te tengo a ti, calla, que me pongo colorada, mejor, estás más guapa, te quiero.
Qué tiene de malo, entonces, nacer, vivir y morir con Cristina, sin Julias, Rocíos, Patricias ni Inmaculadas. Es la misma ilusión que la del salvaje feliz, la del que por la ignorancia no conoce el sufrimiento. La del que tiene el corazón cerrado con llaves desde que alguien llegó, impidiendo el acceso y la salida, impidiendo que corra el aire más que por un recodo. La alegría insatisfecha, la del saciado con aire, la del borrego de su creencia. Porque ojos hay miles a los que mirar.
Tú no conoces el amor. Ni tú... ni tú... ni tú... ni tú...

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