Sírvase usted mismo, pero pague antes de irse

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viernes, marzo 30, 2007

Vomitar palabras desde las entrañas



Pienso en ti, luego existo.

Te miro, luego existo.

Te respiro, luego existo.



Canto para ti, te beso y te agarro la mano con mi mano envolviéndola.

Como el tenedor que, deseoso de ser introducido en un plato de pasta con una salsa con un olor fuerte e intenso, se enreda con los espaguetis y se trenza bailando al son del movimiento de la mano ansiosa, que lleva a la boca el sutil sabor que impregna los seis sentidos, recorre rápidamente la médula para sentirse en un dedo del pie, del que brota un repentino énfasis que convulsiona al cuerpo entero, y aprieta tímidamente la mandíbula sobre la masa que empieza a ser esa comida, que ha manchado los labios y parte de la mejilla, pero haciendo tanto disfrutar al comensal que sólo necesita más y más y aún más.

En la cama ardes, en cualquier lugar del que hagamos una sábana, un colchón, te incendias para dejarme dentro de ti el síntoma del amor que profeso, del que eres profesora, alumna, compañera y una pobre que vagabundea al ritmo de mis quejas y condiciones, de tus exigencias sin explicación, de nuestras peticiones eternas de continuo cariño, y que tan poco nos cuesta ofrecernos.


Porque me encantas cuando estás mientras te veo comer, mientras te veo bailar desnuda con tu cigarro a medio acabar reposando en el cenicero, y yo desnudo cambiando canciones para cantártelas, y tú volviendo a elegir otra melodía en la pantalla porque quieres seguir cautivándome, y yo diciendo que para qué si ya me tienes en tu bolsillo, donde se está tan bien, cómodo y resuelto a escalar hasta tu pecho, donde quiero vivir, o en tus labios, tus ojos. Tu pelo.

Te voy queriendo, te voy aprendiendo mientras me va doliendo cada vez menos una herida abierta, mientras diseñas con tus formas una nueva herida que ahora sólo siento como buena. Como todo bueno, como si vomitar estrellas no fuera tan malo.

domingo, marzo 18, 2007

Días de primavera en invierno

No entiendo ciertos motivos
que me hacen acercarme a tus labios.
No comprendo el por qué
de tus actos, de mis agravios.
No sé explicarte,
pero me siento vivo.
Aunque a veces parezca muerto
a tu lado, porque me derrumbas
mis argumentos, haces
de mi agua un desierto
arropándome, haciéndome
sentir despierto en el sueño.
La vigilia de un muerto,
la constante caricia
en el sofá,
y de fondo el concierto,
la banda sonora de una vida
que me creas,
olvidando las heridas
que oculto para que no veas.
No comprendo tus cuidados,
ni por qué mi dependencia
de tus manos, de la voz
con la que cortas
mis lágrimas seccionándolas,
como una hoz corta las olas,
el mar lanzando,
desesperado, es el amor que te he dado,
que aceptas e interpretas
cuando te fallo, y es
sólo a mi juicio,
con tal, tan poco,
me desquicio ante tanto ingenio,
tanto genio contraído de
descuidos,
malcaricias,
olvidos y torpes primaveras.
Aunque eternas pasajeras,
aunque intensas, casi ajenas.
A mi lado tan difícil, yo ocultando
todo lo que quiero esconderte,
yo escondiendo todo lo inerte.
Es mi miedo quien advierte
lo que mi corazón siente.
Ten cuidado, sé valiente,
ofrécete entero, inteligente,
no volverás a perderte
si piensas en lo que sientes.
Y así vamos conversando,
mi corazón, yo y tú.

jueves, marzo 15, 2007

Lápiz y papel

Usaba para escribir un lápiz, siempre, sobre el tenue papel que venden como papel reciclado, y que es más áspero que el papel normal, ése que viene en paquetes de cien, o quinientos. Ése que tiene unos tonos amarillentos, y es algo más grueso y acartonado, que produce un sonido más grave al rozar con otro semejante, que la suave caricia de dos folios blancos y límpidos. La superficie de dicho papel, entonces, era mucho más angosta al pasar de la punta del lápiz, y más cuando el grafito arcilloso había sido seccionado verticalmente con un cuchillo de sierra, y los restos de viruta lo granulaban, desviando microscópicamente el recorrido que la trayectoria mental del autor había ejecutado en su cabeza, previamente, para escribir la letra "v". La luz de la bombilla a la que no cubría ninguna lámpara, incidía sobre un lado del instrumento de escritura, pero no conseguía recrear más que los tonos marrones amarillentos, muy de casa antigua, y lo hacía sin resaltar ningún rasgo más que unos pequeños bocados en la madera que envolvía al gris negruzco del mineral. Era pequeño, apenas sí llegaba de una punta a la otra del ancho de la palma de la mano del escritor, unos cuatro dedos de pianista, y su diámetro no se correspondía con tal longitud, ya que era sorprendentemente ancho. Dibujaba sobre la lámina con un trazo también grueso, lo que hacía que la letra fuera de gran tamaño, y que para expresar una sencilla idea se tuviera que servir de varias líneas, nada rentable para la economía de Diego. Diego que olía a madera cada vez que escribía algo para su novia, olía a ese aroma a carpintería, a trabajo y esfuerzo, que desprendía el lápiz capaz de completar cuadernos y cuadernos de la imaginación de Diego. La viruta, mientras tanto, caía del borde de la mesa al suelo, y se acumularía poco a poco y cada vez más a ese extremo, ya que se iba acercando el momento de volver a usar el utensilio de cocina con fines que sólo alimentaban el alma y, por supuesto, el interés de la novia de Diego.